Al otro lado del infierno by Jordi Sierra i Fabra

Al otro lado del infierno by Jordi Sierra i Fabra

autor:Jordi Sierra i Fabra [Sierra i Fabra, Jordi]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Policial
editor: ePubLibre
publicado: 2017-09-06T04:00:00+00:00


20

Nada más poner un pie en la calle, mientras se subían las solapas del abrigo antes de dirigirse a por el coche, Quesada se lo dijo:

—Tiene usted un estómago…

—¿Yo? Creo que lo hemos oído los dos.

—Ya, pero las preguntas las hacía usted. Y mire que ha sacado mierda, con perdón. Desde luego, si quería hacerse un cuadro con todo lo que envuelve al caso, ya lo tiene. Con marco y todo.

—Saturno devorando a sus hijos.

—¿Cómo dice?

—Es un cuadro de Goya. Y bastante macabro, por cierto.

—Todo esto se parece más a una película de terror que a otra cosa.

—Pues no es una película. Es la vida real. España aquí y ahora.

—¿Sabe que ahora no siento que estemos buscando a una homicida? —dijo Quesada a los pocos pasos.

—Somos policías, no jueces.

Caminaban uno al lado del otro. Cruzaron el paseo de Isabel II y llegaron al coche. Quesada esperó, para ver si Hilario se sentaba en el puesto del copiloto o al volante. Los dos miraron la hora al mismo tiempo.

—Es tarde, y hace frío —reconoció Hilario.

—¿Buscamos a esa monja mañana?

—No. Mañana puede que esté dando vueltas por ahí, y no sabemos su implicación en todo este lío. Quizá conozca la identidad de la chica que estamos persiguiendo. Mejor ahora. No creo que una monja salga de noche, con o sin frío. —Fue a sentarse al volante él mismo—. Usted mejor se va a casa. Ya iré yo.

—¿Por qué?

—¿Y si le esperan buenas noticias?

—Que no viene en una hora, hombre —protestó su compañero.

—De acuerdo —accedió Hilario—. Pero es lo último por hoy. Los dos. Luego a casa. Ande, conduzca usted.

Cambiaron de lugar rodeando el coche uno por cada lado y Quesada lo puso en marcha. El convento no quedaba lejos. La tarde había caído sobre Barcelona hacía rato y, aunque faltaba un poco para la cena, la oscuridad ya era completa salvo en las zonas iluminadas por las luces de la Navidad.

Hilario las contempló con un extraño sentimiento.

Pensó en la joven a la que perseguían, en las jóvenes del piso secreto, en las decenas de jóvenes que pasarían por lo mismo en el futuro y en las cientos, quizá miles, que ya lo habían sufrido. Cuando llegara la democracia, y a veces parecía estar muy lejos, habría mucho que hacer en el país.

Por raro que pareciese, Quesada no habló en todo el trayecto.

El convento de las Hijas de la Caridad era un edificio solemne, de piedra, envuelto en el halo de misterio que cualquier convento despierta desde el exterior. Curas y monjas daban la impresión de ser sociedades secretas. Después de aquel caso, Hilario pensó que ya nunca los vería igual.

Imposible.

Aparcaron el coche en la entrada y caminaron hasta la puerta. Una celadora les preguntó quiénes eran y adónde iban, dando a entender que ya no eran horas, y menos de visita. Hilario estaba cansado. Se limitó a ponerle la credencial frente a los ojos y a adoptar la postura oficial, es decir, la de representante de la ley con cara de pocos amigos.



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